Incansable… parece que
nunca cesará, que siempre ha estado ahí, que hasta el mismísimo Chronos se
diluyó entre tanta agua…
No llevo reloj, tampoco
abundan en casa este tipo de artilugios, aunque no puedo negar que en
determinadas ocasiones sería de mi gusto girar entre las manos un reloj de
arena y hacer del paso del tiempo un caótico juego. Ni siquiera dispongo de un
calendario, con sus días rojos y negros, que me haga atisbar en qué fecha me
encuentro.
Llueve, llueve… ya no
recuerdo cuando empezó.
Salgo de casa. Gira la
llave en su cerradura, cuatro veces, cuatro giros a derecha, cuatro golpes de
seguridad que anclan la puerta negando el paso de quien no ha sido llamado; el
último chasquido resuena a mi espalda… ¿Cuántas veces habré escuchado ese clac?
¡Cuántas puertas cerradas!
El viento amaina. Me
dirijo al parque Isabel la Católica. Transito por las calles con la naturalidad
propia de una lagartija que recorre rutinaria las grietas de una vieja pared.
Cerca de la entrada me detengo para encender un cigarro. El gesto es ya un
ritual, a manera del Chamán que a través del humo honra un acontecimiento.
Atrás queda una verja en la que brota el óxido como si fuesen minúsculas flores
de invierno; en la parte superior se posan pequeñas aves… dejan sus excrementos.
El piso del parque, lo que no es verde, es de tierra y gravilla; cuando está
seco, si coges un puñado se te escapa entre los dedos. Un camino corto,
adoquinado, siempre poblado de hojas y plumas a merced del viento, divide el
parque en dos. Hoy habla la lluvia y, de cuando en cuando, el sol asoma
llenándolo todo de sorprendentes reflejos.
En el parque no hay un
templete en el que avezadas filarmónicas puedan mostrar su armonioso quehacer,
aunque no por ello las notas musicales están ausentes: Parpan los ánades
azulones; se pueden ver hasta una docena tras la misma hembra. Un par de
mirlos, entre ramas, también se hacen notar. Donde las hojas del sauce llorón
rozan uno de los estanques se puede oír un reclamo. Por encima de todo ello,
los graznidos de unas gaviotas parecen no encontrar consuelo… En la fronda de
los árboles… se enreda el viento.
Reanudo mi andar… El
color rosado del ciruelo japonés se amontona en una parte del camino.
Al
otro lado del puente…
las
pisadas
se
adentran en un charco
Ocho, nueve, diez… los
cormoranes comban las ramas desnudas de un árbol que no sé identificar. Más
allá, en mitad del estanque grande, cuatro grullas de patas amarillas… los
cisnes que pasan por delante me distraen. Cisnes blancos y cisnes negros, hará
tres o cuatro años que no se ven los de cuello negro.
Escampa… extiendo uno
de mis brazos, puedo tapar el sol con un dedo… En el aire flota un plumón, tan
leve…, sin embargo, no se bastan mis dos manos para cogerlo. La mañana es fría,
es un abril de procesiones aplazadas, de mar embravecida… abril de lluvia
tardía.
Otro cigarro… humo
azulado.
Por la corteza de un
chopo sube y baja, sube y baja una hormiga… ¿si tuviese dedos, podría taparme
con uno de ellos?
Un roce en mi pierna…
un ganso del Cabo Barren, su plumaje gris, su pico verde… el brillo de sus ojos
redondos queda atrapado en mi cámara.
Asoman las primeras
rosas en el parque, algunas crecidas como puños, aunque la gran mayoría, apenas
despuntan entre las espinas. El paseo continúa… la crudeza del día trae consigo
recuerdos hogareños... La cerrazón en el cielo no presagia nada bueno. Viene
del norte una oscuridad parida por el propio invierno. La rosaleda gotea… Los
charcos, insaciables, se tragan las nubes enteras. En el estanque se
multiplican por miles las hondas… se recogen las aves. La lluvia estalla en las
hojas de los árboles.
Llueve... las formas se
desvanecen…
Y regreso… Al igual que
el tambor de un cómitre en su galera, el tam-tam de la lluvia en el paraguas
acelera mi marcha. Los bajos del pantalón empapados, el barro en los zapatos,
los colores del parque en mi cerebro… El último arcoíris se cuela por un
sumidero…
Las calles resuenan a
gaviota y llevan el sabor del mar que baña la ciudad… La luz de los coches y
semáforos se escurre por el asfalto. Una bandada de palomas se esfuma entre los
recovecos de una fachada antigua. En una hilera de tupidos aligustres esconden
su silencio los gorriones… Llego a casa.
Se prende en mis labios
el gusto de un beso... se aferra a mis manos el calor de una taza con café… el
frio se vuelve eco. Mi chica contempla la lluvia desde una ventana. Señala un
rincón del patio:
Oscurece
el día…
La
hembra de un colirrojo
anida
tras una escoba
Llueve, llueve… ya no
recuerdo cuando empezó…
Gijón, abril del año
2012. Donde la tierra siempre es verde.
Hermoso haibun, Alfredo.
ResponderEliminarEs un renovado placer releerlo. Me vuelve a contagiar la frescura de lo descripto, como cuando lo leí en aquella primera ocasión.
Recuerdo que te lo hice saber, y el mismo entusiasta comentario formulo hoy.
Gracias por este cúmulo de sensaciones tan vívidas. Lo bueno permanece y cobra otros matices.
Un fuerte abrazo, amigo de esa tierra que siempre es verde...
Juan Carlos, tu incansable generosidad me abruma (recuerdo tu entusiasta comentario). Por lo general la gente no comenta mis haibun y te confieso que desanima mucho, ya que no escribo para mi. Por lo que llego a la conclusión de que no gustan y eso me lleva a escribir cada vez menos.
EliminarGracias una vez más.Un abrazo, caluroso como este verano poco frecuente aquí.
Sí gustan sí. Te lo aseguro. Disculpa la indisculpable (en mi caso) zanganería.
EliminarUn abrazo
Gracias Mo, por asomarte y por ese deseo pedído...
EliminarEn cuanto a la zanganería, soy el primero en caer en sus brazos jejejeje. Algunos pensionistas somos así jejejeje
Es un haibun muy bello. Al leerlo se siente el frío, la humedad, los olores de la lluvia y el mar... y también el calor humano al volver a casa.
ResponderEliminarTuve el placer de leerlo en la gaceta y ahora he vuelto a disfrutar con su lectura. No dejes de escribir haibun Alfredo, son preciosos y transmiten mucho.
Un abrazo.
Muchas gracias Leti. No te imaginas lo que ayuda y anima tu comentario. Como aficionado a escribir, los comentarios son el único e inmejorable pago y lo que empuja a seguir dibujando palabras sobre un papel.
EliminarGracias. Un abrazo
Ese mundo expresado,Alfredo,cobra otros matices para mi,y creo que tu decir es maravilloso,nos hace vivir y sentir. Nunca pienses en dejar de escribir,no sabes el alcance que pueden tener tus palabras...y dejan de algún modo de ser tuyas.Como escribí por ahi,tus palabras son como un pantano,difícil salirse de ellas,te atrapan.(un abrazo)
ResponderEliminarGracias Lilí. Parece ser que mi desánimo tan sólo es cosa mía. Con tan generosos comentarios ya me siento obligado a sentarme frente al ordenador y empezar un nuevo puzle de palabras. Gracias de nuevo, por dedicar un trocito de tu tiempo en animar a un tipo de aquí, de este lado del gran mar.
EliminarUn abrazo
Muy hermoso Alfredo, qué bien escribes...se percibe cada momento,...llega ya lo creo que llega, uno ve esa cerradura y se va contigo al parque para admirar todas esas aves y el rosado ciruelo , siente la lluvia y hasta saborea ese café...
ResponderEliminarComo los demás compañeros también deseo que sigas escribiendo, es un placer leerte
Un abrazo
Gracias Xaro. Tantos ánimos y buenas palabras me han hecho reflexionar… a veces el silencio es sólo eso, silencio…
EliminarUn abrazo, me alegra un montón que disfrutes con el haibun.