Cuarta semana…



Otro día… latido a latido el eco del mundo repiquetea contra el cristal de la ventana.

Deambulo por la casa; pasos que no van a ningún lugar, pasos rehenes entre paredes. Me detengo ante la ventana del salón… contemplo la jardinera… de la trinitaria brotan hojas… por una de ellas un minúsculo insecto camina justo hasta el borde.
Miro la calle… miro para saber, para aprender… aprender a mirar, aprender a saber. Pasa gente embozada, gente con guantes… bocas ciegas, manos ciegas… palabras y caricias ciegas. Y mi mirada y mis ojos se abruman con tanta ceguera cansada de no ver… no ver árboles, no ver la mar… y me extravío entre la fina línea que separa las luces de las sombras. Y la gente sigue pasando, esquiva, indiferente, acorralada… gente que se protege de ti, de mí, de un no sé qué… gente que pasea a un perro hastiado de ser paseado… gente… gente que vive en un mundo que ha cambiado, que cambia y que volverá a cambiar.
Y vuelvo a caminar por la casa, como aquél minúsculo insecto que alcanza el borde de su hoja. Y me asomo a otra ventana… En el patio una pareja de colirrojos se buscan… se llaman… se acercan, se alejan… se vuelven a llamar…
El sol de la tarde parece desgastado… desgastado como una vieja pared, la pared de un acantilado, un acantilado golpeado por la mar… una mar que se desgasta contra una pared, la pared de un acantilado… Y los colirrojos que se habían ido han vuelto…
Las sombras del patio se funden con las sombras de casa, se funden conmigo… las sombras ya son solo una sombra…


Lluvia fina…
Empiezan a encenderse
las luces de las casas


Asturias, donde la tierra siempre es verde.



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